EL COMPROMISO SOCIAL DE LOS INTELECTUALES

No podemos cuestionar la influencia del orden social y político que los pensadores de toda época han recibido, cuestionando su producción intelectual y a veces enfocándola al mismo medio que les rodea. Nietzsche es heredero de toda la filosofía que le precede dentro de la crisis de pensamiento donde se encuentra; en palabras de Paul Ricour dentro de su teoría sobre la Filosofía de la Sospecha, reivindicó la existencia del cambio y el devenir que ya apuntara el pensamiento de Heráclito, porque todo lo que los filósofos habían ofrecido eran momias conceptuales, inmutables y estáticas. Su pensamiento apunta hacia el tiempo como la propia existencia del hombre, el destino individual imposible de compartir; cada ser humano debe analizar el sentido de su vida como si fuese el único ser de la Tierra. Este valor absoluto del individuo lo aleja de la sociedad y del futuro, quizá despreciándolos, siguiendo la línea de Schopenhauer. Pero Nietzsche configura al individuo como un pueblo-comunidad, mientras el primero lo concibe como mera ilusión; si para Schopenhauer era el mismo desengaño final del hombre, para Nietzsche debía perfilarse como una búsqueda de grandes obras asombrosas ante el mundo, esto es, la capacidad del Superhombre, que reproduce y reaviva los símbolos de la magnificencia pasada mientras que Schopenhauer enlazaba las hazañas del pasado como recuerdos de la maldad y la violencia que no debían perpetuarse. Si para el primero la estética sólo resultaba un medio pasajero de evadirse del sufrimiento, siendo la vida ascética el único medio definitivo, para Nietzsche la estética debía excitar la misma vida aumentando las fuerzas naturales para desposeerlas de la civilización cultural.

Más tarde Nietzsche descubriría que no tenía sentido amar la vida y despreciar a los individuos; aceptar el todo suponía la vida unitaria —instinto dionisíaco— aún conservando la vida individual —instinto apolíneo— como soluciones indisolubles. Quién pudiera sintetizar estos elementos contrarios sería el Superhombre, amando el sufrimiento con un eterno retorno al pasado como amor absoluto; aquellos que sólo eran capaces de acariciar la belleza instantánea eran los nihilistas carentes de fuerzas vitales. Ahí estaba el verdadero compromiso que plantea Nietzsche, compatibilizar la vida unitaria y común con la individual y separada, la predisposición a morir por perder la individualidad pero sin renunciar a la bella y excitante pasión vital aunque pasajera, abundar en las aguas anónimas de la sustancia viva pero obedeciendo a la imagen idílica y onírica de uno mismo, hallar la reconciliación con la muerte pero dejándose engañar por la belleza de la vida.

El cristianismo sufre uno de los más duros embates con el pensamiento de Nietzsche, al invertir sus significados hacia la religión de los resentidos, quienes deseaban la vida eterna comprando con la beneficencia los créditos del Paraíso. Este recurso todopoderoso de la moral no era más que un trampantojo que servía para adoctrinar masas y hacerlas maleables para los entes de poder. Aceptar, por el contrario, que no existe recompensa ulterior a la vida, que estamos desamparados y arrojados en la misma existencia, que únicamente haber vivido la individualidad era la mayor satisfacción, precisaba de gran poder y quedaba reservado sólo a unos pocos. Así los europeos de su época representaban el nihilismo más vergonzante, porque no creían en la capacidad del ser humano per se en su fuerza y belleza, cuando afirma en El Anticristo que la vida es instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder, entendidos por encima de los designios de un Dios. Esto suponía una enorme responsabilidad, asumir que la nociones de bueno y malo debían perfilarse por cada ser humano, los individuos debían elaborar su propia concepción de estos términos, aún alejándose del bien común. Podemos imaginar la irrupción de estas ideas en la sociedad de la época, profundamente influenciada por la religión, dentro de cualquier credo, atentada por la proclamada muerte de Dios. Aún en nuestros días, donde están aceptados socialmente el ateísmo y el agnosticismo, cuando hablamos con algún ferviente religioso sobre Nietzsche advertimos un profundo miedo a soltar la fraternidad de Dios.

En el caso de Heidegger observamos también un compromiso, esta vez, en el polo opuesto al anterior, al acercarse al credo que en ese momento atesoraba el destino de la nación alemana, el nacionalsocialismo. Poco vamos a descubrir de nuevo para condenar la barbarie del genocidio e imposición bélica del partido nazi, pero debemos cuestionarnos cómo se pensaba socialmente en aquel momento. Conocemos por las declaraciones en el proceso de Nuremberg y por testimonios en otros foros, que los mandatarios del partido nazi, los convencidos y colaboradores de su proyecto e ideario, que ante la duda moral y ética sobre lo que estaban haciendo, sólo alcanzaban a responder que se limitaban a cumplir órdenes. Es decir, estaban tan profundamente insertos en el adoctrinamiento nazi que cuestionar personalmente las instrucciones que recibían estaba fuera de su cometido; a tal modo llegó el carácter gregario de sus miembros que carecían de valores para condenar sus actos homicidas.

Huelga decir que si Heidegger ocupó la cátedra de Husserl en la Universidad de Friburgo cuando fue destituido por el partido nazi por ser judío, que si además colaboró en la limpieza racial de todo el ámbito académico dentro de sus funciones, entonces no podemos negar que estaba convencido de la viabilidad y acierto de las políticas nazis, considerando incluso que fue el más destacado discípulo del pensador que sustituía. No sabemos si sufría algún trastorno mental que le impedía, como al resto de prohombres del nazismo, diferenciar entre el bien y el mal y discernir en medio de tamaño atentado contra los derechos humanos. Se ha demostrado que cuando se dan las circunstancias adecuadas, la conciencia global puede anestesiar los mecanismos de autocensura individuales y producir tan infames episodios de la humanidad. Cuando se pidió explicaciones a Heidegger sobre estos acontecimientos declinaba su responsabilidad o sencillamente negaba tales actos. Lógicamente esto no lo exime de su responsabilidad.

Heidegger dedicó parte de su obra al estudio del ser, relacionado con la existencia del mundo y sin poder separarse de éste: el mundo es el rasgo fundamental del hombre como existente y no un conjunto de objetos donde el hombre se encuentra como sujeto. El hombre se encuentra vinculado, insertado en una compleja maraña de preocupaciones, tareas, intereses, cuidados, etc., que representan la configuración de la realidad; en el final del proceso que une los objetos se encuentra el hombre. En sus palabras, estar-en-el-mundo como germen de la angustia, diferenciada del miedo por la ausencia de amenaza, era la visión total más allá de las particulares preocupaciones de cada uno. En su discurso filosófico observamos el compromiso que defendía del hombre con el mundo, como medio de existencia, idea que acercó su filosofía al existencialismo por los críticos posteriores, aunque él mismo renegaba de esta clasificación. Como también es palmario debemos desligar su producción intelectual de la inajenable pertenencia al partido nazi, valorando su pensamiento como engranaje fundamental en la filosofía contemporánea.

Es imposible abstraer al ser humano de su tiempo; cuando se esquilmó la población de América central y África occidental para excavar las minas del imperio español, ni siquiera se consideraban seres humanos los negros y los indígenas carecían de derechos que les evitara una vida de letales padecimientos. Hoy no dudamos ante estas atrocidades imperdonables, pero otras pueden pasar inadvertidas si algunos intelectuales dejan de recordarnos que aún en nuestro siglo existen atentados contra los derechos humanos, como las prisiones de Guantánamo o Abu Ghraib bajo la permisividad de sus responsables, como a bien tiene hacerlo Carlos Fuentes.

Tema de total actualidad:
https://elpais.com/elpais/2018/04/25/eps/1524679056_056165.html

DECONSTRUCCIÓN

El Estructuralismo recibe sus primeras críticas sólidas con la propuesta de la Deconstrucción en filosofía desarrollada por Derrida, que toma el término de Ser y tiempo de Heidegger. En octubre de 1966 la John Hopkins University organizaba un coloquio sobre Los Lenguajes críticos y las ciencias del hombre, donde concurrieron grandes pensadores del momento, tanto del empirismo angloamericano como del racionalismo francés, como intento de acercamiento de sus posturas e introducción del estructuralismo en el debate académico norteamericano. Derrida participó leyendo su ponencia titulada Estructura, signo y juego en el discurso de las ciencias humanas. Este texto constituye la fundación de la Deconstrucción, según expone Miguel Ángel Huamán en su ensayo sobre las claves de la misma.

Como tantos intelectuales de la posmodernidad, Derrida fue objeto de fuertes críticas a su discurso, sobre todo por el uso de la descontextualización de términos aceptados por la tradición filosófica. La Deconstrucción tiende hacia la revisión de las palabras y sus conceptos, evidenciando la incapacidad de la filosofía por establecer un necesario pero utópico plano de estabilidad. En tal sentido, podemos entender Deconstrucción también como una inversión de la jerarquía de nuestra percepción y valoración, convertida en costumbre intelectual por la inercia de las corrientes filosóficas, y sobre todo por la apropiación de conceptos que el pensamiento ha interesado para sus fines. Entendida como análisis textual es aplicada también en literatura, antropología, psicoanálisis, historia y teología.

Obtener una definición concreta parece por tanto harto intrincado, pues incluso ésta debería comenzar en la indagación de su propia esencia, hacia la lógica paradójica que en realidad propone y que fue el objetivo principal de sus críticas al considerarla una teoría del significado carente de sentido. La Deconstrucción se contrapone a la técnica filosófica para detectar los errores lógicos en la argumentación de un texto, pues las contradicciones puestas de manifiesto revelan la incompatibilidad entre lo que su autor creyó argumentar y lo que el texto realmente dice. Así, propone que toda escritura es una construcción intencional, no la representación de la realidad; la ausencia de elementos define su naturaleza tanto como los elementos que toman presencia. La realidad es una selección que deja fuera elementos: su forma es discursiva y produce presencias, pero también ausencias de lo que excluye, como huellas, suplementos, diseminaciones, esencias o imbricaciones.

Si miramos por un anteojo un objeto en la lejanía del horizonte, circunscrito en el círculo de la lente, dejamos de percibir lo que acontece a su alrededor y perdemos por tanto la totalidad de su existencia. Si tomamos un texto antiguo, una idea o un postulado remoto, no podemos aplicar una lente limitada para describirlo y comprenderlo, pues sin el entorno que lo concibe pierde gran parte de su significación. Pero es más que la circunscripción, porque la inercia de la construcción que el pensamiento posterior al mismo y que nos precede ha contaminado en su esencia, debe retirarse al modo de deconstruir todos los elementos que sobre su interpretación pesan. En estos términos podemos entenderla como un sistema que desmonta las estructuras de las concesiones constructivistas. Si la analizamos en el plano de la restauración arquitectónica, son numerosas las obras que fueron restauradas en periodos donde el lenguaje formal de su composición original había desaparecido; si una obra románica es restaurada cuando el gótico es la moda presente, incurrir en el error de restituir los elementos perdidos con el lenguaje gótico es más que desvirtuar su significado. Por eso, ante el desconocimiento de la geometría y composición de los elementos originales cuando no se dispone de documentación gráfica o textual, hay una tendencia por apropiarnos de la esencia para reformarla en una errónea interpretación distante. Incluso cuando aplicamos los criterios románicos que han perdurado en la tradición artística, ya sea en forma de tratados o de edificios aún existentes, igualmente se está reinterpretando el original con los medios extraños de la alteridad, desvirtuando además el significado ante la imposibilidad de concebir la verdadera intención de sus remotos autores.

La Deconstrucción se aplica actualmente a diferentes corrientes de pensamiento y movimientos artísticos, desde la sociología hasta la arquitectura, pasando incluso por la gastronomía. De una parte u otra, el método intenta destituir de sus estructuras aquéllos elementos que componen el hilo discursivo de sus argumentos. Si imaginamos un complejo estructural, quizá semejante a un haz de raíces que confluyen en un tronco, donde aparecen diferentes conceptos que finalmente conforman una idea principal, supongamos que deconstruimos el sistema y a cada soporte le aplicamos una red virtual de elementos sustentantes, cambiamos el objeto por el significado, el símbolo por el contenido. Así, desprovista de su estructura y de los elementos constructivos en la forma y en el revestimiento, incluso de aquéllos elementos añadidos después de la creación original, podemos observar la verdadera red que soporta el concepto aplicando una interpretación que precisa necesariamente de una profunda comprensión del entorno que la creó, hasta obtener una imagen de la idea principal como el mejor sucedáneo de los posibles.

En estos intentos metafóricos, y ahí ya estamos interpretando incluso los intentos por interpretar de la Deconstrucción, parece obviamente imposible explicar en términos sencillos su significación. No es como puede ocurrir en arquitectura o en literatura por sí misma un método, sino más bien una forma de interpretar o una postura ante el conocimiento, tal como simulan las artes plásticas que participan de su idea. Interrogamos todos los conceptos que forman un texto filosófico para deconstruirlo y así obtener un nuevo enfoque. Derrida criticó el sistema logocéntrico que históricamente organiza el pensamiento occidental, con evidentes repercusiones hacia el etnocentrismo europeo. Esta supremacía y permanencia del logocentrismo nos impide obtener diferentes puntos de vista que no sean el nuestro, es decir, mirar y mirarnos con la lente de la otredad.

LA DOMINACION MASCULINA

El contacto con las comunidades de la Cabilia en el norte de Argelia pertenecientes al pueblo bereber, permitió a Bourdieu el conocimiento antropológico que enlaza a las desigualdades de género en las sociedades androcéntricas del mediterráneo. Cuando publica "La dominación masculina" en 1998, las aportaciones de Bourdieu a la sociología práctica estaban ya en un momento de solidez y reconocimiento plenos, superando el mundo universitario entre sus lectores habituales.

La construcción mental de la estructura social deviene de los procesos de culturización que las sociedades han reproducido, desde la familia hasta la Iglesia y desde la infancia hasta la ancianidad. Quizá con menos categorización y casi quince años después de la publicación de este libro, sus reflexiones sobre la relevancia de un mundo masculinizado continúan vigentes en muchos ámbitos. El peligro fundamental de esta relevancia radica en su concepción, en su modo de pensamiento que es en sí el producto de la misma dominación. Aún más, afirma Bourdieu que cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación, cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión, tal como reseño en los apartados siguientes.

La construcción social atañe incluso a las diferencias visibles de los órganos sexuales, masculino y femenino, basados en los principios de la razón androcéntrica que han establecido la división de estatus de género. La concepción masculina del encuentro sexual con la mujer es también una forma de dominación, de apropiación y posesión, siempre enfocada a la penetración como forma simbólica de control, significación trasladable a la penetración entre homosexuales. Así, la posición física de la mujer encima del hombre durante el coito es condenada en algunas civilizaciones musulmanas. Si bien afirma Bourdieu que las mujeres están socialmente preparadas para vivir la sexualidad como una experiencia íntima y cargada de afectividad en las caricias, los abrazos o el diálogo, sin que la penetración sea el objetivo ni el medio para la satisfacción, los hombres tienden a elaborar la sexualidad con la agresividad de un acto físico, de conquista y de apropiación que culmina en el orgasmo femenino, como prueba de su virilidad. Este dominio sobre el placer femenino que produce el orgasmo es la forma más sublime de dominación masculina.

Durante mucho tiempo la construcción artificial de la naturaleza sexual de la mujer se consideró el origen y justificación de su lugar en la sociedad. Pero como afirmó Evelyne Sullerot, cuando se descubrió que la naturaleza había programado el placer sexual de la mujer independientemente de la finalidad de la reproducción, aparecieron con más claridad los aspectos culturales para justificar los sistemas de representación que aseguraran la dominación masculina, enlazando las ideas de Luz Sandoval Robayo.

En la sociedad actual las nuevas generaciones parecen haber dejado atrás estos vehículos de desigualdad sexual, cuando asistimos a una aparente liberación sexual de la mujer. En recientes investigaciones sociológicas, la mayor promiscuidad del hombre se razona desde la biología en la inversión física de la mujer en la gestación, que fue determinante en la vida de nuestros ancestros y aún perdura en forma de eco antropológico. Si una mujer sólo puede concebir cuando no está gestando, un hombre podría concebir sin límites teóricos durante los nueve meses de embarazo femenino y de ahí que la mujer tome mayor evaluación para entregar su cuerpo al hombre, definición que es consecuencia de la misma supremacía masculina y es además prueba de virtud de la mujer. Pero si es evidente que las mujeres no piensan embarazarse cada vez que practican el coito, habida cuenta de los medios anticonceptivos disponibles, y el principal objetivo es el placer sexual por sí mismo, entonces, cómo se mantiene la promiscuidad masculina en valores tan altos respecto a la femenina. La constante suscripción de la estructura social que perpetua la dominación masculina, en los términos que expone Bourdieu, podría explicarlo.

Para el hombre esta refutación viril que le posee y le domina —como precio al mantenimiento de su dominación— crea enormes cargas de responsabilidad y esfuerzos vacíos. Sin duda, en este universo simbólico las llamadas disfunciones en la erección del pene que impiden la penetración de la mujer —su posesión— están provocando graves trastornos de la personalidad masculina. El hombre se convierte así en víctima de su propia estructura de dominación, en garante forzado de su propia masculinidad artificial frente a los demás. Las consultas en los servicios médicos de urología se incrementan peligrosamente por estas patologías; los propios facultativos afirman que en la mayoría de los casos estos trastornos radican en desviaciones psico-emocionales en los hombres jóvenes, derivados al servicio de psicología y sexología. Consideremos que hoy el régimen que define los tipos y formas de relaciones amorosas entre mujeres y hombres es la diversidad, cuando el acceso de la mujer al mundo académico y laboral masivamente permite que en la misma forma se incorporen a la esfera extra-doméstica, antes reducto masculino. La presión que los hombres sienten durante los encuentros sexuales, devenida de su presunción comparativa con el amante anterior de la mujer, hace que las expectativas de satisfacción ideal —hacia la dominación sublime del sexo— provoque el fracaso por disfunción eréctil radicada en el impulso emocional.

La interpretación de los cuerpos resulta en la mujer una disciplina constante, ejercida simbólicamente por la presión sobre sus prendas de vestir y su cabellera. En efecto, las prendas que resaltan la forma del cuerpo femenino, confeccionadas por la famosa proporción entre los contornos de cadera, cintura y pecho, se convierten en signos que detentan la mirada masculina, ajena a la cual la mujer pasa desapercibida. Los rigores de las prendas de seducción, como la falda, la blusa escotada o los incómodos zapatos de largo tacón, se convierten en corsés que tipifican y feminizan a la vez que someten a las mujeres, afanadas en tomarse cuantiosos gastos y preparativos para la mirada masculina. La mujer no sólo nace sino que se hace bajo esta obligación visual hacia la satisfacción masculina; cuando las mujeres transitan ciertas edades donde la luminosidad y firmeza de sus cuerpos —en términos absolutamente femeninos— dejan de resplandecer, algunas lamentan profundamente haber dejado de existir para la mirada masculina del deseo sexual, sufren por no sentirse miradas por los hombres como mujeres, sino como personas ajenas a su sexualidad, demostrando así la determinante condición del plano dominado. Tópicos como la incompatibilidad entre la belleza y la inteligencia femeninas radican en estas concepciones; cuando una mujer acepta que abrirá muchas puertas gracias a su apariencia física, objeto de deseo de todos aquellos hombres que les permiten el acceso mantenidos por la idea continua de poseerlas sexualmente, se acomoda en ese sistema de subjetiva meritocracia, se ha dicho a veces. De las mujeres que no son bellas y por tanto tienden a desaparecer del plano visual masculino, por contraposición a lo anterior, se dice que son simpáticas, agradables, divertidas, complacientes, buenas compañeras, inteligentes y sabias consejeras. Cuando el paso del tiempo hace declinar el resplandor de los cuerpos en este orden de valores, las mujeres que no fueron bellas e irresistibles recogen los frutos de haber cultivado otras virtudes que han mejorado con el paso de los años. Así mismo, existe otra forma de consecución e interacción dentro del orden masculino promovido por las mujeres, cuando éstas prefieren a hombres de mayor estatura y posición socioeconómica que las suyas, como garantes del prestigio y reconocimiento social y familiar.

Los comportamientos bajo la dominación. La llamada lucidez de las personas condenadas a las formas de la dominación —esclavos, presos, explotados— en la mujer se ha llamado intuición femenina, «inseparable de la sumisión objetiva y subjetiva que estimula u obliga a la atención y a las atenciones, a la vigilancia y a la atención necesarias para adelantarse a los deseos o presentir los disgustos» La resignación y la discreción sólo les permite esta forma de reacción contra el poder manifiesto y oficial. Frente a la violencia física e incluso simbólica, queda la violencia suave y a veces invisible que las mujeres ejercen, como la magia, la astucia, la mentira o la pasividad especialmente en la sexualidad, cualidades históricamente atribuidas a las mujeres para alcanzar sus cometidos.

Incluso la victimización que la mujer adopta, materializada en la figura de la esposa posesiva y celosa o el amor carcelario de la madre mediterránea, es una forma elaborada de ilimitada e incondicional entrega a los hombres de su familia, cuando no existe contraprestación posible del hombre a tan elevada deuda contraída y enlaza por tanto su atención perpetua.

La división sexual del trabajo. El mundo laboral se afirma en la objetividad de las estructuras sociales y de las actividades productivas y reproductivas, basadas en la división sexual del trabajo biológica y socialmente que confiere al hombre la mejor parte. Como antes se ha indicado, este orden se instituye mediante la adscripción de la mujer a la obligación de conceder al hombre el beneplácito, cuando no dispone de conocimientos e instrumentos que excedan del compartido con ellos mismos y que naturalizan por tanto la relación que mantienen. En un medio de menoscabo y negación practican el ejercicio de las virtudes negativas de la resignación y el silencio. Este privilegio, sin embargo y paralelo a la presión sexual, resulta una trampa para el hombre que siente el deber de afirmación constante de su virilidad y supremacía.

Si el entorno doméstico había sido construido y mantenido para y por la sumisión femenina —de ahí también el celo masculino de la intimidad del hogar y la preservación de la fidelidad de la esposa—, el orden público y lugar de todos los peligros sería la posición masculina. Como apunta Bourdieu, en casi todas las situaciones humorísticas de anuncios y dibujos, la mujer se sitúa en el entorno doméstico; por el contrario, el hombre se ubica en el bar, en el club o en el pub del mundo anglosajón. Del mismo modo, una tarea resulta ennoblecida cuando la realiza un hombre e insignificante cuando la misma la ejecuta una mujer. La cocina puede ser una labor trivial y fácil cuando la desempeña la mujer, pero si el hombre se apropia de la misma se convierte en arte difícil llamado alta cocina o cocina de autor. Esta reproducción de la dominación masculina en el ámbito laboral permite que aún exista una alta determinación de género en algunas profesiones, donde sus esferas se reservan a los hombres y aún cuando una mujer las desempeña le es negado el éxito: los cocineros de alta cocina, los diseñadores de moda de alta costura, los cirujanos o algunas especialidades médicas como la cardiología son claros ejemplos de ello. Respecto a la feminización de algunos trabajos, no podemos negar que profesiones como enfermeras, maestras de escuela infantil, azafatas de congresos, secretarias de dirección, trabajadoras y graduadas sociales son desempeños tradicionalmente atribuidos a las mujeres.

El primer factor de cambio que nos muestra Bourdieu es la incorporación de la mujer al mundo laboral, transmitiendo a sus hijas un nuevo entablamento de valores. Se demuestra que las hijas de madres trabajadoras tienen aspiraciones profesionales más elevadas y están menos vinculadas al modelo tradicional de la feminidad en la familia y en la sociedad. Del mismo modo, el acceso de la mujer a la enseñanza secundaria y superior de forma masiva en los últimos años, está determinando la posición que le corresponde en la sociedad del conocimiento. La visión androcéntrica deja de permanecer cuando se invierten los valores tradicionales y la mujer toma el ejercicio social y familiar que le corresponde, en igualdad de condiciones respecto al hombre. El movimiento feminista tomó de las tesis de Bourdieu nuevas perspectivas de cambio; el problema de la mujer reside ahora en una acción política decidida a descubrir las bases simbólicas de su dominación, social e institucionalmente. La violencia simbólica resulta invisible si los dominados la conocen, reconocen y sienten, dentro de un orden de aceptación insensible por ambos polos de la estructura social.

ECONOMIA Y PODER

El año pasado se publicó desde Madrid en formato digital el libro Hay alternativas: propuestas para crear empleo y bienestar social en España, de libre circulación, prologado por Noam Chomsky y suscrito por varios autores especializados en economía y política actuales. La guerra de clases en función del poder económico detentado, una cuestión histórica estudiada ampliamente, alcanza hoy una acción unilateral desde los estadios superiores, según prologa Chomsky en tan necesario manifiesto. Las clases desfavorecidas no son conscientes donde se libran las batallas contra sus intereses. El ya institucionalizado desigual reparto de la riqueza permite que la economía mundial se lidere por la llamada plutocracia, a cuyo séquito se emplea la clase enriquecida que gestiona los bienes de producción; en el siguiente estrato la clase no enriquecida, los no ricos, quienes permanecen objetivamente fuera de los ámbitos políticos, directivos, inversionistas, quienes no lideran más que sus economías domésticas y sólo poseen o creen poseer su fuerza de trabajo física o intelectual. Otra fracción cada vez más gruesa, los desposeídos, los miserables endémicos, los que viven perpetuamente bajo el umbral de la pobreza, aquellos que no cruzarán las fronteras del tercer mundo, conforman en el último estrato el ínfimo social infinito.

La justicia social, el reparto equitativo de la riqueza y la erradicación de la miseria y el hambre atomizan el debate político y polarizan la opinión mediática. Deleuze buscaba correspondencias entre tipos de sociedad y tipos de máquinas; sobre las últimas, la teoría de máquinas en ingeniería mecánica ofrece sistemas para llegar a la pseudo-perfección, el régimen que dentro de los límites humanos opera en el máximo rendimiento. En otras palabras, la máquina que es imposible mejorar con los conocimientos actuales. Un sistema termodinámico, como por ejemplo un acondicionador de aire, es el resultado de un modelo de funcionamiento ideal que se basa en leyes físicas, donde no existen pérdidas por rozamiento, entropía o pérdidas energéticas de transformación. Para corregir este modelo ideal se introducen variables en sus ecuaciones que representan factores de pérdidas; así podemos predecir su funcionamiento real y por tanto operar sobre el sistema cuando existen desviaciones que alteran los resultados. Máquinas pseudo-perfectas creadas por sociedades imperfectas ¿Es posible trasladar este proceso de programación y retroalimentación a las sociedades? ¿Puede preverse el comportamiento humano ante las diferentes situaciones por las que atraviesan las sociedades?

Pensemos que el conocimiento sobre sistemas ideales, habida cuenta de las desviaciones y pérdidas modelables matemáticamente, nos permitiera elaborar una sociedad pseudo-perfecta. Como ecuaciones sociales deberíamos incluir, por ejemplo, los siguientes principios:

Principio de Pareto. Fue propuesto hace un siglo por el sociólogo, economista y filósofo italiano Wilfredo Pareto, al darse cuenta de que en Italia el 20% de la población poseía el 80% de la riqueza. Esto continúa ocurriendo en muchos ámbitos, aunque no en los mismos porcentajes, y se demuestra que siempre unos pocos tienen mucho y el resto, que son muchos, tienen poco.

Principio de Coase. Si las transacciones pueden realizarse sin ningún coste y los derechos de apropiación están claramente establecidos, sea cual sea la asignación inicial de esos derechos se producirá una redistribución cuyo resultado será el de máxima eficiencia. Esta fue una de las máximas contribuciones del británico Ronald Coase, premio Nobel de economía en 1991. Dicho de otra forma, existe una solución de máxima eficiencia en un sistema económico dado si se cumplen las condiciones teóricas, sin necesidad de la intervención o regulación del Estado.

Principio de calidad total según Taguchi: Este destacado ingeniero japonés demostró las condiciones para alcanzar la calidad total en la fabricación de productos industriales, que podemos aplicar a nuestro modelo ideal de sociedad entendiendo que: la satisfacción máxima se alcanza cuando la suma total de los beneficios sociales en términos de pérdidas y ganancias de los diferentes agentes —ciudadanos, administraciones, asociaciones y empresas— resulta también máxima.

La sumatoria de estas condiciones, además de otras muchas, plantearía un sistema de ecuaciones sociales de n incógnitas y m variables, resoluble por aproximación de todas las posibilidades que satisficieran el cumplimiento de sus restricciones. Podría limitarse drásticamente el gasto público en armamento, o incluso igualarlo a cero, forzar una distribución equitativa de las necesidades totales de trabajo entre la población activa, limitar el consumo energético mediante una ecuación de minimización del consumo vacío, igualar la generación de sustancias contaminantes a la capacidad de reciclaje y degradación de los residuos, etcétera. La cantidad de ecuaciones y de variables que representara un modelo socio-matemático aceptable por el que funcionan las sociedades, sería manualmente inabordable y precisaría un gigantesco computador para analizarlo. En todo caso, la filosofía del sistema es lo que nos ocupa en esta reflexión; la idea de alcanzar los valores de todas las incógnitas que garantizaran la maximización del beneficio social es indudablemente atractiva.

Los datos de partida son lamentablemente decepcionantes. Actualmente la riqueza del planeta está distribuida según el principio de Pareto; a principios de los años ochenta del siglo pasado el porcentaje de reparto era del 20/80% y en 2001 pasó al 17/83%. Aproximadamente las 400 personas más ricas del mundo poseen activos que superan la renta anual del 40% de la humanidad. Hacia el 2025 se prevé que las personas en situación de extrema pobreza rebasarán los 2.000 millones, es decir, casi el 30% de la población total. Mientras se destinan millones de dólares en todo el mundo al armamento y la capacidad militar, millones de personas continúan padeciendo desnutrición aguda, en contraste con otros millones que padecen enfermedades crónicas por obesidad en los países más desarrollados.

Según los datos ofrecidos en 2001 por Lobo Alonso en ¿Está en peligro la paz?, el producto anual de la economía mundial creció el doble entre 1990 y 2000 del experimentado entre los años 1950 y 1990. En el mismo año de esta publicación, los países del G7 detentaban el 72% del PIB mundial, mientras que el resto de países, el 95% del total, se repartía el 28% restante. Curiosamente, en el año 2000, las tres fortunas personales más elevadas de los EEUU superaban el PIB de 42 naciones pobres donde viven más de 600 millones de habitantes, según datos contenidos en el Grito de los excluidos.

EEUU representa el 6% de la población mundial mientras que consume el 48% de la riqueza total del planeta; la cuarta parte de la población del hemisferio norte consume hasta el 70% de la energía mundial; casi 3.000 millones de personas sobreviven con menos de 2 US$ diarios y alrededor de 1.200 millones con menos de 1 US$ diario. Estos datos fueron publicados en el informe del Secretario General de la ONU para la Cumbre de Johannesburgo sobre el Desarrollo Sostenible en 2002.

Según el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, comparando los costes anuales para el acceso universal a los servicios sociales básicos en todos los países del mundo con el destino del dinero, se calcula que frente a los 6.000 millones de US$ necesarios para la educación básica, sólo en EEUU se gastan 8.000 millones en cosméticos; el agua para todos costaría 9.000 millones de US$ frente a los 11.000 gastados anualmente en helados en los países desarrollados; la salud reproductiva universal podría alcanzar los 12.000 millones de US$, igual cifra que el gasto en perfumes en Europa y EEUU; la salud para todos se cifra en unos 13.000 millones de US$, espantosamente 5.000 millones menos del gasto en mascotas de EEUU y Europa; el coste por el consumo de tabaco, alcohol y drogas en los países desarrollados suma más de 555.000 millones de US$, que añadido a los 780.000 millones invertidos en armamento en el mundo, podrían sostener la nutrición de la población mundial por un periodo de 100 años. ¿Por qué el sistema está tan excesivamente descompensado?

Platón y Aristóteles analizaron las condiciones teóricas para una justicia social, siempre con la intervención del poder, ya fuera del filósofo gobernante o del juez respectivamente. Durante la Edad Media se creyó firmemente en la llamada Ley Divina para el gobierno del universo, a cuyo cuerpo normativo se ajustaba el derecho positivo del hombre. El contrato social en la Edad Moderna y el utilitarismo social en el siglo XIX se basaron en la ideal maximización de la felicidad para el mayor número de personas. Pero ninguna teoría resultó efectiva; estos principios de justicia no resolvieron la problemática del individuo dentro de la sociedad.

Algunas teorías actuales desde la filosofía sobre la justicia social se fundamentan en las tesis de John Rawls y de Robert Nozick, contrarias en algunos de sus postulados. Rawls defiende la posición original recuperando el contractualismo tradicional de Locke, Rousseau y Kant, formulada como alternativa al utilitarismo social; en esta hipótesis, cada individuo debe elegir cómo desea vivir en sociedad. Como la naturaleza humana nos conduce inexorablemente a conflictos de intereses debido al egoísmo y a los prejuicios, esta posición original debe estar velada por la ignorancia, es decir, las personas que suscriban el contrato desconocerán el lugar que ocuparán en la sociedad, que podría ser un obrero o un directivo. La condición máxima a satisfacer es la supresión de las desigualdades entre individuos; al aceptar que las personas no son iguales resulta harto complicado cumplir esta condición, por cuanto propone que el sistema sólo deberá permitir la desigualdad cuando beneficie a los menos afortunados. Rawls define sus principios de justicia como «aquellos que aceptarían en tanto que seres iguales, en tanto que personas racionales preocupadas por promover sus intereses, siempre y cuando supieran que ninguno de ellos estaba en ventaja o desventaja por virtud de contingencias sociales y culturales» Sin embargo, como el ser humano es irreprimiblemente irracional y acaba cediendo a los deseos y propósitos particulares, la posición original tendería a la posición de injusticia finalmente.

Por otra parte, Nozick propone el llamado Estado Mínimo como el único legítimo, que ostenta el monopolio de la violencia en su ejercicio para hacer respetar los derechos de los individuos. Defiende una justicia de las pertenencias basada en tres principios: adquisición original o apropiación de las cosas sin dueño; transferencias basadas en el libre intercambio; y por último, rectificación de injusticias en el reparto de pertenencias que pudieran haber ocurrido en el pasado. El derecho de propiedad de las personas sólo estaría limitado cuando empeore la situación de otros individuos, aunque no establece cómo se determinan con exactitud tales situaciones. Este Estado Mínimo promueve el derecho ilimitado a la propiedad y acaba limitando la libertad de los demás, en la línea de haber sido calificado como capitalismo salvaje y por tanto estado supremo del liberalismo.

No parece haber una solución filosófica que resuelva los intereses particulares de los individuos cuando viven en sociedad, trasladando principios y postulados a la realidad económica. Los estados comunistas de intervención total reprimen las libertades individuales a que aspiran los individuos, más aún en un mundo globalizado donde se pueden conocer a priori las condiciones de otros sistemas. Los sistemas capitalistas basados en los principios del neoliberalismo económico, en la creencia tender al reparto en función de las capacidades y aspiraciones individuales, acaba como vemos en la injusticia social que beneficia el enriquecimiento de unos pocos, en contra del interés de una minoría desposeída. La maximización del beneficio por el sistema de ecuaciones sociales, pasa por la necesaria regulación central o intervencionismo formulada en sus restricciones. El equilibrio entre la iniciativa privada y la garantía pública alcanza los niveles teóricos de satisfacción máxima, permitiendo un orden de libertades y derechos individuales, limitados por las ecuaciones de enlace sobre los derechos de terceros. Una visión filosófica articulada por las matemáticas. Quizá no en vano los primeros filósofos fueron también geniales matemáticos.

SOBRE MARCUSE, EL HOMBRE UNIDIMENSIONAL Y LOS TIEMPOS QUE NOS VIVEN

El modelo de sociedad devenido del capitalismo avanzado, su equilibrio de fuerzas basado en la productividad masiva y el despilfarro del gran consumismo, son realidades que permanecen en la opacidad del bienestar físico de los ciudadanos.

Marcuse escribió en 1967 para el prefacio de la edición francesa de El hombre unidimensional, trece años después de la primera edición publicada en EEUU, que la democracia consolida la dominación más firmemente que el absolutismo. En aquellos años la guerra de Vietnam pasaba su fatal y abrasador ecuador; el modelo sociopolítico estadounidense se desquebrajaba ante un conflicto bélico que rebasaba las capacidades de la gran potencia económica, atónita ante el primer gran fracaso de su maquinaria bélica y tecnológica. Marcuse conocía bien la sociedad norteamericana de mediados del siglo XX donde vivía emigrado del nazismo, inmersa en las celebraciones del sistema capitalista que parecía haber alcanzado un equilibrio y justicia sociales inéditas, descubriéndonos las fuerzas que intervienen en la modelación del ser social, tendentes a la reducción del verdadero derecho a la libertad y la independencia humanas. Las opacidades que impiden una visión global de la situación, materializadas por ejemplo en la adicción televisiva o en la analgesia mental del fútbol, continúan demostrando la increíble ingenuidad humana.

La falta de libertad, la represión y la reificación total en el fetichismo total de la mercancía eran las piedras angulares de su discurso, toleradas por la ignominia e ignorancia de la sociedad que ha perdurado hasta nuestros días. Ha pasado casi medio siglo desde entonces y los recientes acontecimientos relacionados con la crisis económica mundial, de difícil pronóstico, quizá estén cambiando algunos resortes en la mentalidad social para abandonar las mieles del capitalismo. Si como había afirmado Marcuse, la sociedad logrará contener a las fuerzas revolucionarias mientras consiga producir cada vez más mantequilla y cañones y a burlar a la población con la ayuda de nuevas formas de control total, podemos analizar cómo el paulatino empobrecimiento de las familias, el engrosamiento sin precedentes de la población desempleada y el profundo desencanto social del sistema está reformulando el poder del sistema democrático.

Para Marcuse, aunque nunca llega a explicitar métodos para articularla, la esperanza reveladora reside en aquellos individuos que están, por motivos ajenos a su voluntad, fuera del sistema normalizado. De las conclusiones que ofrece me ha parecido importante incluir textualmente lo siguiente:

Sin embargo, bajo la base popular conservadora se encuentra el sustrato de los proscritos y los “extraños”, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, los parados y los que no pueden ser empleados. Ellos existen fuera del proceso democrático; su vida es la necesidad más inmediata y la más real para poner fin a instituciones y condiciones intolerables. Así, su oposición es revolucionaria incluso si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto es derrotada por el sistema; es una fuerza elemental que viola las reglas del juego y, al hacerlo, lo revela como una partida trucada. Cuando se reúnen y salen a la calle sin armas, sin protección, para pedir los derechos civiles más primitivos, saben que tienen que enfrentarse perros, piedras, bombas, la cárcel, los campos de concentración, incluso la muerte. Su fuerza está detrás de toda manifestación política a favor de las víctimas de la ley y el orden. El hecho de que hayan empezado a negarse a jugar el juego puede ser el hecho que señale el principio del fin de un período.

El paralelismo entre la situación actual que vivimos en Europa y estas observaciones de Marcuse son evidentes. El movimiento 15M podría albergar los ápices de esa esperanza reveladora, toda vez que ha surgido de la indignación de aquellos que han sido desprovistos del confort y por tanto de la opacidad del sistema capitalista. Desterrados y enajenados a la fuerza del mercado simbólico de la sociedad industrial avanzada, cuando la desviación del arquetipo idealizado de empleado laboral, consorte, progenitor, consumista, socio del club habitual, heterosexual, conductor y propietario, está degradada por el orden convenido. Y todo esto debiendo considerar que el punto de inflexión, donde la opinión pública resiste a la revelación colectiva, se ha rozado levemente a pesar de las grandes pérdidas del bienestar, del confort y con evidentes rendiciones a la crisis económica, política y social que cubre la casi totalidad del mundo. Los beneficios del gran capitalismo, el silenciamiento de las voces comunes agasajadas con la moda, el turismo, el ocio programado, las llamadas relaciones libidinosas con la mercancía, con los artefactos motorizados agresivos, con la estética falsa del supermercado, aún pervive en muchos sectores sociales que acallarán sus tenues plegarias cuando recuperen la capacidad adquisitiva de hace unos años. Porque la sociedad es altamente maleable, conducible, influenciable, pues de otro modo no habría explicación para que durante toda la historia de la humanidad se hubiesen cometido deplorables conquistas del poder para el beneficio de muy pocos, en detrimento de la inmensa mayoría.

La segunda revolución industrial parecía vaticinar al estreno del siglo XX que los problemas de la humanidad serían resueltos, gracias a los avances definitivos de la ciencia para el exterminio de las enfermedades, así como de la tecnología para erradicar el hambre y las catástrofes naturales. Ahora, abierto el siglo XXI dirigido por la sociedad del conocimiento, todas las ciencias y las tecnologías se declaran insuficientes contra los fatales destinos que nos han perseguido desde el origen de los tiempos. Hace unas semanas, el catedrático de sociología Ignacio Sotelo afirmaba en una entrevista para un programa de televisión acerca de la situación actual de Europa que:

…todos los lujos, todos las formas de vida que hemos ido adquiriendo… efectivamente hoy nos parece lo más normal volar de una ciudad a otra, ir en coche a todos los sitios, pero son cosas que posiblemente toda la humanidad… siete mil millones, no pueden permitírselo y por lo tanto habría que pensar en una nueva cultura… en que fuéramos conscientes de que no se puede crecer ni tampoco se puede gastar indefinidamente… Esto no vendrá nunca por razones de racionalidad, vendrá como consecuencia de una catástrofe.

Actualmente, las diferencias entre los más ricos y los más pobres, también entre la clase media que ha representado el gran éxito del capitalismo y de la sociedad unidimensional, son cada vez más evidentes e insoslayables. La catástrofe social que precisa la catarsis cultural quizá se convierta en otra quimera del triunfo definitivo del conocimiento sobre la adversidad. El mejor de los destinos seguirá siendo la mayor reconversión imaginable del capitalismo dentro de las sociedades democráticas, pues no en vano esta es la mayor de las crisis del sistema que se hayan registrado. Sólo la restauración del cloroformo atmosférico para una abundante clase media nos procurará un nuevo horizonte de equilibro.

ENFERMEDAD MENTAL Y PERSONALIDAD



Michel Foucault · Maladie mentale et personalité · París, 1954










SOBRE SU VIDA [Poitiers 1926 · París 1984]




Michel Foucault está considerado uno de los pensadores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Su producción intelectual se desarrolló en los ámbitos de la filosofía, la psicología, la sociología e incluso la historia; aunque nunca admitió ninguna definición de su perfil en esas líneas, se consideró a sí mismo como un arqueólogo de la cultura.






En el año 1945 no consiguió ingresar en la Escuela Normal Superior de París y declinó como segunda opción hacia el Liceo, donde conocerá al filósofo Jean Hyppolite; al año siguiente accedió a la primera opción académica. Foucault alcanzó la licenciatura en Filosofía en la Sorbona que le permitió conocer a relevantes pensadores como Merlau-Ponty, Pierre Bordieu o Jean-Paul Sartre, entre otros. En 1946 completó además la licenciatura en Psicología recibiendo el diploma en Estudios Superiores de Filosofía, con una tesis sobre Hegel supervisada por Hyppolite. En 1950 ingresó en el Partido Comunista francés, aunque pronto las intromisiones a su ámbito personal le llevarán a desvincularse del mismo; en este periodo la vida de Foucault atravesó dificultades que le llevaron a episodios depresivos y a tentativas suicidas.






En 1951 accedió al Hospital Psiquiátrico de Saint Anne como psicólogo y será profesor en la Escuela Normal Superior. En esta época se dedicó a estudios sobre manifestaciones artísticas hasta 1953, cuando participó en un Seminario de Jacques Lacan, aproximándose a Nietzsche a través de personajes como Maurice Blanchot o George Bataille. Más tarde, ingresó en la universidad de Upsala en Suecia y escribió Historia de la locura en la época clásica (1961) que utilizará para su tesis doctoral en la Sorbona. Hasta el año 1970 se dedicó al estudio de Freud, Lacan o Piaget entre otros, donde se localiza su mayor producción intelectual y académica. Durante estos años publicó algunas de sus más importantes obras, como El nacimiento de la clínica (1963), Las palabras y las cosas (1966) o La arqueología del saber (1969). En 1971 ocupó la cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento que antes dirigiera Hyppolite. En 1975 publicó una de sus obras más influyentes, Vigilar y Castigar, donde critica a las instituciones penitenciarias y educativas como formas de represión y dominación de colectivos socialmente disminuidos. En 1980 publicó Microfísica del poder, al hilo de las anteriores, como extensión de las estructuras de dominación que los sistemas e instituciones despliegan hacia la subyugación de los sujetos.






Su proyecto más extenso se conformó en varias obras relacionadas con la historia de la sexualidad, que no llegó a concluir debido a su muerte prematura. Sólo publicó La voluntad de saber (1976), El uso de los placeres (1981) y La inquietud de sí (1984).






































SOBRE SU OBRA






Foucault fue caso representativo del intelectual comprometido con su época, elaborando una original crítica a las ciencias humanas modernas, cuando denota que la construcción de la verdad carece de objetividad por su concepción divagadora y orientada. Esto se demuestra en cualquier periodo de la historia, cuando la forma de pensar la verdad pasa por una formación inconsciente de la misma. En su pensamiento estriba una fuerte crítica a los sistemas o doctrinas de su época, tendente a formalizar una posición frente a la propia vida que impactó en la sociedad, de ahí su importante influencia también en los movimientos sociales.






Trató de descubrir las estructuras subyacentes que determinan el modo de percibir y pensar los objetos, que según su criterio aparecen en la historia de forma discontinua (cortes epistemológicos). Las investigaciones que realizó sobre la arqueología del saber y sobre el orden del discurso constituyen la base de todo su pensamiento filosófico. En el ámbito de la sexualidad y los intentos sociales de normalización de los comportamientos devenidos, demostró que el género heterosexual es un fenómeno moderno, frente al homosexual. En su labor como intelectual proclamaba que «hay que enseñar a la gente que son mucho más libres de lo que se sienten», pues «aceptan como verdad, como evidencia, algunos temas que han sido construidos durante cierto momento de la historia y que esa pretendida evidencia puede ser criticada y destruida»; propone cambiar «algo en el espíritu de la gente»






En su lucha contra las «nuevas tecnologías del poder» establece que las revoluciones sociales o la creación de instituciones protectoras de los derechos humanos, no son más que regresiones jurídicas que apuntan hacia una normalización aceptable. Como también acepta que la inteligencia resulta inútil contra las formas de opresión, pues en suma llevan a los individuos de una autoridad disciplinaria a otra, añadiendo otro discurso del poder: todos somos parte del «mecanismo de la maquinaria panóptica» y estamos por tanto investidos por los efectos del poder.






SOBRE ENFERMEDAD MENTAL Y PERSONALIDAD (1954)









Cuando revisamos las diversas biografías y bibliografías de Foucault es interesante destacar que su primera obra publicada como libro en 1954, la que nos ocupa, aparece y desaparece según el criterio de quien suscriba. El mismo Foucault manifestó que no estaba del todo satisfecho con esta primera obra, cuando años más tarde había superado sus propias tesis sobre la psicología y los patrones establecidos por las ciencias humanas. Más representación en el ámbito de los estudios psicológicos y psiquiátricos se advierte en su obra posterior Historia de la locura en la época clásica (1961), donde muestra un recorrido por las concepciones y tratamientos de los enfermos mentales, desde el encierro de los leprosos durante la Edad Media hasta la concreción de la enfermedad mental con Freud. Analiza cómo el sujeto pasa de la aceptación social al encierro, desde que la locura se considerase una enfermedad del alma hasta los avances psiquiátricos de su época. Respecto a los tratamientos de curación o terapéutica empleados, cuestiona las diferentes técnicas aceptadas, hasta el punto de considerarlas medios de brutalizar al paciente hasta que interiorice los patrones de juicio y castigo infringidos.






En sus críticas a las instituciones psiquiátricas en los años cincuenta, tras la publicación de Enfermedad mental y personalidad y más tarde con Historia de la locura, se pondrían de manifiesto los resortes que movían la creación de toda una normalización del diagnóstico y tratamiento de los enfermos mentales. La exclusión social, la privación de derechos elementales —incluso la declaración de incapacidad mental en el orden jurídico—, la violencia y opresión practicadas en los hospitales psiquiátricos en régimen de custodia y férrea jerarquía —antes llamados manicomios o asilos para locos— o los dudosos diagnósticos clínicos, son factores que se alejan de la verdadera naturaleza social del enfermo y de la concepción filosófica de la enfermedad mental. La intención ocultada de las instituciones psiquiátricas deviene del silenciamiento de la locura, aislando al enfermo respecto a la sociedad general y de su propia familia en particular, con represivos tratamientos farmacológicos que anulan su personalidad. Esta tesis podemos observarla cuando indica que «nuestra sociedad no quiere reconocerse en ese enfermo que ella encierra y aparta; en el mismo momento en que diagnostica la enfermedad, excluye al enfermo»






La clásica diferenciación entre lo normal y lo patológico —raciocino y locura— convierte los manicomios en un paralelismo de las prisiones: se juzga al delincuente —al enfermo se diagnostica—, se condena a privación de libertad —el enfermo se interna— y se establece un tratamiento de rehabilitación mediante un riguroso control, una rutina disciplinaria y la negación de los órdenes ociosos o placenteros del ser humano. La psiquiatría actúa así como representante absoluto de la autoridad: actúa como poder legislativo elaborando tesis médicas irrefutables, como poder judicial diagnosticando la enfermedad mental y como poder ejecutivo, aplicando los tratamientos y la privación de derechos.






Foucault plantea en qué condiciones podemos hablar de enfermedad mental en el campo psicológico, así como las relaciones que se venían estableciendo entre los hechos de la patología mental y la patología orgánica, demostrando que no debían establecerse paralelismos ni unidades concretas, pues «no podemos admitir de lleno ni un paralelismo abstracto ni una unidad masiva entre los fenómenos de la patología mental y los de la orgánica; y es imposible trasportar de una a la otra los esquemas de abstracciones, los criterios de normalidad o la definición del individuo enfermo»






Propone, por el contrario, que la raíz de la patología mental sólo se localiza cuando reflexionamos sobre el hombre mismo, analizando la enfermedad y su evolución, la historia individual, correlacionando con la existencia y la angustia generada. El prejuicio de esencia —por el que la enfermedad toma entidades anteriores e independientes a los síntomas— y el postulado naturalista —enfermedad como especie natural y unitaria definida en caracteres específicos—, plantea un paralelismo abstracto entre ambas patologías que debe abandonarse. Así, la enfermedad mental en palabras de Foucault, debe ser pensada como una «reacción global del individuo», abarcando una totalidad fisiológica o psicológica, afectando en gran medida a la personalidad del sujeto, y admitiendo finalmente que «la ciencia de la patología mental sólo puede ser la ciencia de la personalidad enferma»






Foucault propone así la simbiosis irrefutable entre las manifestaciones mórbidas y la individualización del enfermo en cuanto a sus rasgos personales, quien ha estado excluido de su propia enfermedad por la psiquiatría. En tal sentido, afirma que «la enfermedad mental implica siempre una conciencia de enfermedad; el universo morboso no es un absoluto en el que se anulan las referencias a lo normal»






Por otro lado, los episodios puntuales de angustia o su permanencia en el enfermo, deben tomarse en relación con la existencia como forma de experiencia, cuando indica que «la angustia es una forma de experiencia que desborda sus propias manifestaciones y no puede dejarse reducir por un análisis de tipo naturalista»






Según Matías Abeijón en su estudio sobre las críticas a la psicología de Foucault, en efecto el «mundo mórbido es el terreno existencial de la enfermedad mental», cuando incluso se recurre a la reflexología pauvloviana, tomando la dialéctica de unión/oposición entre los procesos de excitación/inhibición del sistema nervioso.






La significación de la actividad onírica en la construcción psicológica anterior a las primeras críticas de Foucault, en la línea de considerarla un texto a descifrar en psicoanálisis o a constituir en fenomenología, pasa a ser evaluada como una experiencia existencial que está dentro de las estructuras mentales del hombre, resultando por tanto vana su reducción anterior.






Respecto a las condiciones de la enfermedad, en la que ocupa la segunda parte de la obra, reflexiona sobre las implicaciones e imbricaciones que la sociedad, la alienación histórica, la inercia patológica o los fenómenos paradojales tienen sobre el enfermo y su enfermedad. Si en efecto «la enfermedad no tiene realidad y valor de enfermedad más que en una cultura que la reconoce como tal», si descontextualizamos las circunstancias podríamos encontrarnos ante una «contradicción de la experiencia», sin llegar a la vida psicológica del sujeto y por tanto en ausencia de enfermedad. Por otro lado, si como sanciona «las enfermedades mentales lo son de la personalidad toda», tendrán su origen en «las condiciones reales de desarrollo y de existencia de la misma»




Quizá reforzada por la cinematografía y la literatura fantástica, pero también por la experiencia real de propios y extraños, la valoración social de los hospitales psiquiátricos es reconocible en lugares siniestros, donde una parte de la realidad humana, deformada y horrenda, ha de ser vigilada y reprendida con la farmacopea, con electrochoques o lobotomías, técnica esta última que figura como un episodio de barbarie en la historia de la psiquiatría pero que se empleó hasta 1967. Una imagen del averno en la tierra, al modo de Dante como no podría ser de otra forma en la iconografía occidental, donde tienen lugar extraños sucesos, preferentemente durante la madrugada, donde la parapsicología encuentra campo de investigación. Películas como Alguien voló sobre el nido del cuco de Milos Forman (1975), Despertares de Penny Marshall (1990) o más recientemente El intercambio de Clint eastwood (2008) ambientada en los años veinte, recrean con la servidumbre de la corrección historias relacionadas con los manicomios. En la primera, advertimos cómo un delincuente violador es recluido en un hospital psiquiátrico debido a su personalidad desordenada y amenazante, que bajo la inflexible disciplina del centro acaba desencadenando graves enfrentamientos entre los enfermos y el personal médico. En la segunda comprobamos cómo un inquieto neurólogo destinado contra su interés a un hospital psiquiátrico, obstinado en la curación de la encefalitis letárgica con un nuevo medicamento, tendrá que sortear infranqueables obstáculos contra la experimentación e innovación científica, destinada a unos enfermos que son preferibles en estado vegetativo para el sistema sanitario. En el último ejemplo, se nos relata la historia real de una madre en busca de su hijo desaparecido, cuya persistencia llegará a convertirse en un asunto molesto para la incompetente y corrupta policía de Los Ángeles, que acaba sobornando a un psiquiatra para que le certifique una incapacidad mental y así poderla internar en un manicomio.































Enfermedad mental y personalidad supone una de las más originales y tempranas críticas a la psicología moderna, cuando aún la significación de la locura está enajenada de la sociedad, sancionada como una desviación que ha de permanecer oculta, en la misma línea de opacidades que denotan la aversión a la homosexualidad y la delincuencia. Los caminos de Foucault confluyeron en la concesión de una crítica sólida a las instituciones del poder social y político, resaltando a los marginados, los desfavorecidos y en general a quienes son privados de la palabra, dentro de un orden que otorga la imperfección humana a las minorías, pues como asegura «la revolución burguesa ha definido la humanidad del hombre por una libertad teórica y una igualdad abstracta»

DE LAS CIUDADES DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

El periodo histórico que denominamos Revolución Industrial se produce entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX, inicialmente en Gran Bretaña y más tarde en el resto de Europa y Norteamérica. Las características geográficas, las condiciones de la producción agrícola y la organización política de Gran Bretaña fueron algunas de las causas de su liderazgo industrial. A esta primera fase industrializadora le sucedió una segunda Revolución Industrial o Gran Capitalismo hasta la Primera Guerra Mundial, consecuencia de las innovaciones tecnológicas, científicas, sociales y económicas, auspiciada por el colonialismo imperialista que también liderase Gran Bretaña seguida de Francia.

La producción artesanal y la manufactura pasaron a la producción industrial con medios mecánicos que aumentaban progresivamente el rendimiento de los procesos fabriles. La división del trabajo, la concentración masiva de obreros en los centros de producción, las interminables jornadas de trabajo y las insalubres condiciones laborares, serían algunas características universales de los centros industriales. La necesidad de mano de obra, abundante y barata, pudo sustentarse con la revolución agrícola que acontecía paralelamente y redundó en un espectacular aumento demográfico.

La sociedad se hacía cada vez más utilitarista, la esperanza en el progreso científico y técnico crearon la falsa creencia acerca de la definitiva solución de los problemas económicos de la humanidad. Realmente se creyó que la Providencia regía la armonía económica y que a menos que el propio hombre interviniese malogradamente, la industria autorregularía el equilibrio de todos los esfuerzos individuales guiados por la ganancia máxima[1]. De esta forma, las teorías sobre la división del trabajo iniciadas por Adam Smith y más tarde englobadas dentro las técnicas de organización industrial de Frederick Winslow Taylor conocidas como Taylorismo, lograrían la coordinación suficiente para maximizar la producción, aspiración única de los centros fabriles para los intereses económicos de sus propietarios. La esperanza en el desarrollo comenzó a resentirse cuando los movimientos obreros reivindicarían la mejora de sus condiciones laborales, que los anclaba a una miserable existencia en pos del enriquecimiento de los poseedores de los medios de producción.

Pero a tamaña capacidad industrial debía seguirle igual demanda de sus productos; cuando los mercados nacionales y aún el europeo interior y con sus colonias de América se colapsó por saturación, la salida que encontraron los artífices de la fabricación masiva fueron los territorios del África y Asia aún sin explotar. Para ello se crearon falsas necesidades en sus pobladores colonizados, con la única intención de dar salida comercial a la ingente maquinaria productiva, que no declinaba en su constante afán de llenar los bolsillos de la nueva clase burguesa del capitalismo.

EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES Y LOS BARRIOS OBREROS

Las ciudades industriales o ciudades-fábrica crecieron de forma masiva, debido a la inmigración desde el medio rural que venía a nutrir de mano de obra barata a las fábricas. A mediados del siglo XVIII la proporción de habitantes que vivían en las concentraciones de más de 5.000 personas era probablemente superior al 16%; en 1841 era de cerca del 60%; entre 1841 y 1851 se trasladaron a las ciudades 1.800.000 personas, más de la población urbana total entre 1760 y 1770[2]. De los casi 3.5 millones que vivían en Londres y las principales ciudades de Inglaterra y País de Gales en 1851, sólo una tercera parte había nacido en el mismo lugar donde vivían, lo que da cuenta del feroz dinamismo del movimiento emigratorio.

Al principio, fueron las ciudades en las zonas mineras las que experimentaron este proceso; también las situadas en las vías navegables y los puertos marítimos, puesto que el transporte naval constituyó el medio más eficaz disponible para el traslado de materias pesadas. Más tarde, con el desarrollo y perfeccionamiento del ferrocarril y también con la incorporación de la máquina de vapor en la navegación, cuando ya no se dependía de las corrientes de aire que forzaban los viajes a vela hacia ciertos puertos, otras ciudades comenzaron a industrializarse rápidamente cifrando cuantiosos aumentos de su población. La dependencia de la energía motriz de los cauces fluviales para la mecanización fue desplazada por la máquina de vapor, haciendo que ciudades sin esta localización pudieran experimentar similar crecimiento.

Las ciudades del esplendor barroco pudieron de este modo incorporarse también a la cadena industrial, donde además se disponía de un exceso de población miserable para malvivir bajo las exigencias de la producción. La localización de los centros de poder en estas ciudades antiguas benefició también a la estrategia de implantación, al estar relacionados frecuentemente los entes gubernativos y los industriales.
Los primeros barrios, prácticamente improvisados, que debían permitir alojamiento a la cuantiosa clase obrera presentaron unas condiciones de habitabilidad ínfimas; carecían de los servicios mínimos para la higiene y la salubridad humanas, lo que sumado a la densidad de sus ocupantes resultaba en habitaciones deplorables, casi al modo de los establos ganaderos. La contaminación atmosférica por el humo de las fábricas se convirtió en un problema antes insospechado, que comenzó empeorando aún más el ambiente de los barrios obreros, frecuentemente cerca de las fábricas.

Las primeras ciudades victorianas, impersonales, insalubres y violentamente competitivas, crecían con tal rapidez que los municipios eran incapaces de resolver los problemas físicos y sociales de la urbanización. En todos los rincones disponibles se levantaban casas, aunque las calles estuviesen sin pavimentar y no hubiera sistema de alcantarillado subterráneo. Estas condiciones no mejorarían en muchas décadas y los poderes públicos no ejercían el control suficiente para evitar la especulación, que dirigió la comercialización los terrenos y edificios cada vez más demandados ante el crecimiento poblacional.

El contraste entre la clase obrera y los estamentos más favorecidos provocó problemas antes desconocidos; el ambiente de los barrios obreros provocaba repugnancia entre la burguesía urbana. Surgieron algunos reformistas que intentaron acabar con las lacras de los barrios obreros; la burguesía, cada vez más pujante y enriquecida por la prosperidad de sus negocios, comenzó la creación de barrios residenciales, los denominados ensanches y embelleció las zonas antiguas de la ciudad, abriendo nuevas avenidas y levantando monumentos y palacetes en el paisaje urbano. Tal fue el caso de París con el Plan Haussmann bajo el gobierno de Napoleón III[3]. El contraste de las zonas de la burguesía liberal, llena de estas avenidas resplandecientes y colmadas de plazas ostentosas, se alimentó con la sangre muerta de la clase obrera.

LAS CONDICIONES DE VIDA DE LOS OBREROS

Las referencias literarias y las crónicas históricas sobre la calidad de vida en los barrios obreros de las ciudades industriales son abundantes y estremecedoras. En las ciudades-carbón, como las definiera Charles Dickens en su famosa obra Oliver Twist, crecía la mortalidad y el hacinamiento infecto supuso la norma de sus moradores. Las condiciones de vida en los barrios más pobres y superpoblados eran desastrosas; las epidemias de cólera y de tifus eran constantes. Son destacables las descripciones del médico francés Ange Guépin sobre la situación de los obreros en la ciudad de Nantes, recogidas por el historiador del movimiento obrero Edouard Dolléans[4]. En la rue des Fumiers, nos relata, los obreros malvivían en verdaderas cloacas dispuestas por debajo del nivel de la calle; unos pasadizos iniciales de aire húmedo y frío, como si de una caverna se tratara, con un suelo saturado de fango, servía de antesala a las habitaciones. En los flancos de estos pasadizos se repartían habitaciones, también por debajo del nivel de la calle, cuyas paredes destilan agua sucia por sus grietas y fisuras; carentes de más ventilación e iluminación de la que proporcionaban unos diminutos ventanucos enrasados con los techos, sólo el fétido olor que podía provenir de las callejas renovaba el pestilente ambiente interior. El pavimento de estas habitaciones resultaba irreconocible, pues sólo se mostraba una perpetua capa de mugre que se pegaba a los zapatos y que con ellos se repartía por todos los rincones pisables. Por camas disponían de lechos mal sostenidos y al punto de descomponerse, con jergones de harapos, sin sábanas ni almohadas la mayor de las veces. No había necesidad de armarios, nos apunta, pues no había suponemos con qué llenarlos. El médico también enumera los gastos en que incurría una familia obrera de entre cuatro y cinco miembros: 20 francos para el alquiler, 12 para el lavado, 35 para madera y aglomerado como combustible, 15 para luz, 3 para las escasas reparaciones de muebles a que podían aspirar, 12 francos para calzado, considerando que el vestido, la asistencia médica y los fármacos provenían de la beneficencia de algunas órdenes religiosas. En total sumaban 104 francos anuales, que detraídos del salario total de 300 sólo restaban 196 para alimentación, de los cuales 150 debía reservarse para el pan y el resto, 46 francos, apenas llegaban a comprar sal, manteca, coles y patatas.

Edwin Chadwik, el hombre de la cruzada por la sanidad pública, dijo en la década de 1840 que la gente que habitaba Edimburgo y Glasgow o en las buhardillas de Liverpool, Manchester y Leeds vivía en peores condiciones que en las cárceles[5]. También podemos citar las descripciones del sacerdote Andrew Mearns de los barrios obreros de Londres a finales del siglo XIX, haciendo una encomiable labor de denuncia pública. La miseria se convirtió en una marca heredada de la ascendencia; en los peores casos el alcoholismo de los padres, el encarcelamiento, el ingreso en centros mentales o su inexplicable ausencia creaba situaciones familiares donde una niña de doce años hacía las veces de cuidadora y tutora de sus hermanos pequeños[6].

Algunos pensadores del movimiento socialista, como Charles Fourier, propusieron la creación de comunidades pseudo-rurales a las afueras de las ciudades, denominados falansterios, dotados de los medios necesarios para la dignificación de los obreros. En su obra Traité de l’association domestique agricole de 1822, cita las condiciones para el emplazamiento y construcción de este tipo de comunidades[7]. Calculando su población en torno a los 1500/1600 habitantes, determina que se precisaba de al menos una legua cuadrada de superficie. El lugar debía estar provisto de adecuada corriente de agua, en un terreno apto para el cultivo de varios tipos, situado junto a un bosque pero no muy alejado de una gran ciudad, aunque lo suficiente para evitar sus molestias. La composición de sus pobladores debía ser variopinta, aportando diferentes facultades y aptitudes para el desarrollo de la vida en los falansterios. Habría trabajo en los cultivos, manufacturas de productos, escuelas, centros para el arte e instalaciones de asistencia médica. Respecto al problema de valorar los capitales aportados, tales como el terreno, los materiales de construcción, los rebaños y todos los instrumentos, menciona que debía ser resuelto más tarde, pasando de soslayo la organización económica necesaria para estos proyectos. La historia nos ha enseñado que este tipo de utópicas ideas no llegaron más que a eso, sin haberse materializado en la Europa industrializada con suficiente éxito.

EL CASO DE LA CIUDAD DE MANCHESTER

La deslocalización de ciudades susceptibles de ser industrializadas en los cauces de ríos importantes, navegables y/o con suficiente energía cinética para servir a la mecanización de las fábricas, se conseguía mediante la incorporación de la máquina de vapor en los sistemas productivos. Tal fue el caso de Manchester, que experimentó igual crecimiento que las primeras ciudades industriales, pasando de entre 30.000 a 45.000 habitantes en 1760 a más de 70.000 en el año 1800, de los cuales unos 10.000 eran emigrantes irlandeses[8]. Gracias a la obra del pensador Federico Engels, podemos conocer cómo eran las condiciones urbanísticas y sociales de la ciudad de Manchester a mediados del siglo XIX[9], de la cual reelaboro el siguiente texto:

Manchester tiene no menos de 40.000 habitantes. La ciudad está construida de modo que puede vivirse en ella años y años y pasearse diariamente de un extremo a otro, sin encontrarse con un barrio obrero o tener contacto con obreros, hasta tanto uno no vaya de paseo por sus propios negocios. Esto sucede principalmente por el hecho de que, sea por tácito acuerdo, sea por intención consciente y manifiesta, los barrios habitados por la clase obrera están netamente separados de los de la clase media. Manchester encierra en su centro un barrio comercial bastante extenso, de un largo y ancho de cerca de media milla, formado casi en exclusiva por oficinas y negocios. Casi todo el barrio está deshabitado y por la noche, silencioso y desierto; solamente los agentes de policía pasan con sus linternas sordas a través de las calles estrechas y oscuras. Este barrio está recorrido por algunas calles principales por las cuales corre un tráfico enorme y cuyas casas tienen la planta baja ocupada por negocios enormes. Exceptuando este distrito comercial, todo el propio Manchester […] es barrio obrero que se extiende como una larga cinta en una milla y media alrededor del barrio comercial. Más allá de esta línea se asienta la opulenta y media burguesía. La mediana, en calles bien trazadas, cerca del barrio obrero, la opulenta, en las casa lejanas con jardines en forma de villas […] en una atmósfera libre y pura, en habitaciones cómodas y suntuosas frente a las cuales pasan cada cuarto o cada media hora los ómnibus que llevan a la ciudad.

En las calles principales se encuentran de ambos lados una serie interrumpida de negocios que pertenecen a la media y a la pequeña burguesía, la cual los mantiene, por su propia conveniencia, con un aspecto decente y limpio. Como estos negocios tienen relaciones con las zonas que los rodean son más elegantes en el barrio comercial y en la vecindad de los barrios burgueses que en las proximidades de los cottages obreros […]. Se pueden apreciar desde las calles principales los barrios circundantes, pero no así los verdaderos barrios obreros. Sé bien que esta hipócrita forma de construir es más o menos común a todas las grandes ciudades, pero no he visto nunca como en Manchester tal exclusión sistemática de la clase obrera de las calle principales […]

[…] Las 200 casas que pertenecen a la Manchester vieja han sido abandonadas por sus antiguos habitantes, sólo la industria ha hecho ocuparlas por una legión de obreros que ahora están alojados en ellas; han construido en la más pequeña superficie libre, entre estas casa viejas, para procurar un techo a las masas traídas de regiones agrícolas y de Irlanda; sólo la industria permite a los propietarios de estos establos alquilarlos a altos precios como habitaciones, explotar la miseria de los obreros […]

En el texto observamos claramente todos los preceptos que han desarrollado las ciudades industriales: incremento demográfico por la inmigración desde zonas rurales, superpoblación de barrios obreros y hacinamiento de sus edificios en condiciones de excepcional miseria e insalubridad humana, exclusión urbanística de los barrios obreros, la opulenta reforma de los barrios burgueses para diferenciar su clase de la anterior y la especulación de los terrenos y edificios, que sirvieron para la voraz demanda de pseudo-viviendas para la inmigración.

LAS REMINISCENCIAS DE LA CIUDAD INDUSTRIAL

Actualmente podemos diferenciar con claridad los reductos de la transformación urbana de las ciudades europeas durante la Revolución Industrial y luego el Gran Capitalismo. Aunque durante el siglo XX las principales ciudades crecieron, disminuyeron o se transformaron según múltiples factores, en el plano que nos muestra la morfología urbana es posible rastrear el origen de cada zona, hoy dedicada a otras funciones y habitantes que en su momento de creación. Dentro del esquema-síntesis de la ciudad europea tipo[10] son identificables las siguientes áreas:

El núcleo central y antiguo o centro histórico, que se dispone en torno a la catedral medieval, frecuentemente cerca del cauce de un río. Los límites de este centro, anterior al siglo XIX, se marcan por anchas avenidas en el lugar de las antiguas murallas, reemplazando su traza, cuando la concepción de los restos del pasado no se entendía al modo actual del patrimonio. En los centros históricos la población ha envejecido y la densidad es considerablemente alta, por el incremento de la esperanza de vida principalmente. La red vial no se ha podido adaptar al tráfico rodado moderno, lo que provoca frecuentes atascos y congestiones del transporte, que sumado a la paulatina peatonalización de las calles más afectadas, convierten a los centros históricos en zonas intrincadas e inaccesibles. Las clases populares se han marchado mayoritariamente, cuando los centros de producción y las principales sedes del sector servicios han ido abandonado lentamente el hábitat del centro antiguo, sacrificando las ventajas de la vida cultural —museos, iglesias, centros de arte, salas de exposiciones, conciertos— y la belleza de los barrios históricos. Se opera una renovación que intenta restaurar las antiguas edificaciones en provecho de las clases privilegiadas, fruto de la especulación inmobiliaria, que suscribe aún más la incapacidad para permanecer a las clases populares así como los más antiguos habitantes, desplazados hacia el extrarradio. Actualmente los centros históricos concentran las funciones de ocio y turismo, principalmente.

Los arrabales y barrios del siglo XIX en la periferia inmediata al centro histórico. Conservan un plano irregular de calles estrechas organizadas alrededor de una iglesia o de una plaza. Las construcciones masivas del siglo XX, producto de la explotación urbana ligada al capitalismo industrial, se han superpuesto a los barrios antiguos. Estos barrios del XIX son residencias de la clase burguesa, grandes almacenes comerciales, franquicias de firmas importantes, sedes de compañías aseguradoras, enormes edificios de las centrales bancarias, así como administraciones y ministerios. Las grandes estaciones ferroviarias de mediados del siglo XIX materializan el límite entre los negocios tradicionales y las zonas de producción industrial.

Los barrios industriales y sus alrededores, repartidos por los límites de la ciudad del siglo XX y delimitados por amplias avenidas. La población obrera se reemplaza entre los trazados de la vía férrea, los talleres y fábricas de inmensa superficie que datan de la Revolución Industrial. La nueva localización industrial, tendente a los polígonos dotados de mejores infraestructuras para el transporte de mercancías, ubicados fuera de las áreas urbanas y metropolitanas, han dejado disponibles enormes terrenos de gran valor inmobiliario para la construcción de edificios residenciales para las clases medias. Incluso los viejos edificios industriales del siglo XIX y hasta del XVIII, donde antes se afanaran los obreros en los telares mecánicos, las fundiciones, las transformaciones metalúrgicas o los aserraderos, hoy se han reconvertido en viviendas tipo loft de amplios y diáfanos espacios de singular diseño, donde las clases emergentes encuentran el distintivo social por su adquisición.


[1] Chueca Gotilla, Fernando · Breve historia del urbanismo · Alianza Editorial · Madrid, 2011
[2] Deane, Phyllis · La Primera Revolución Industrial · Ediciones 62 · Barcelona, 1972
[3] López García, Jesús · Geografía urbana · Ediciones Akal · Madrid, 1987
[4] Dolléans, Edouard · Historia del movimiento obrero, 1830-1871 · Editorial Zero · Madrid, 1969
[5] Ibídem 2
[6] Hall, Meter · Ciudades del mañana. Historia del urbanismo en el siglo XX · Ediciones del Serbal · Barcelona, 1996 · Capítulo 2 · La ciudad espantosa. La reacción ante los barrios pobres de la ciudad del siglo XIX: Londres, París, Berlín, Nueva York. 1880-1900
[7] Artola, Miguel · Textos fundamentales para la historia · Revista de occidente · Madrid, 1973
[8] Ibídem 1
[9] Engels, Federico · La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845) · Ediciones Futuro · Buenos Aires, 1965
[10] Lacoste, Yves · Ghirardi, Raymond · Geografía General, Física y Humana · Editorial Oikos-Tau · Barcelona, 1983